El malestar social chileno
En Chile, al igual que muchos países afectados por la pandemia del Covid-19, se ha iniciado un debate respecto de cómo será la situación el día después, es decir, cuando se regrese a la normalidad. La discusión es amplia: desde si requerimos limitar las libertades individuales para garantizar la seguridad o el cuestionamiento al tipo de capitalismo en el que estamos insertos, hasta cómo recuperar la economía en el marco del cambio climático; los sistemas públicos de salud, de protección social y en general, las condiciones de vida de las personas. Esta discusión también desnuda las diferencias entre los países desarrollados y los en vías de desarrollo, así como las desigualdades existentes en cada una de las sociedades. En otras palabras, al papel de estado en la asignación de recursos, y de la política, ante los nuevos desafíos.
En Chile, la Constitución vigente fue aprobada en 1980, durante la dictadura de Pinochet y enmendada en democracia, pero ha mantenido el rol subsidiario del Estado, principio inamovible y marco jurídico sobre el que se basa el modelo de liberalismo extremo que rige la economía desde hace 40 años: es de recordar que el modelo económico aplicado en Chile, basado en la doctrina de Milton Friedman y la llamada “escuela de Chicago”, va mucho más allá de lo que se entiende como “neoliberalismo” en Europa, al reducir a su mínima expresión la presencia del Estado en la economía. Por tanto, la discusión sobre lo que vendrá, está abierta hace tiempo.
Desde 1990, año en que Chile retornó a la democracia, el país ha sido evaluado en el contexto de América Latina, como el mejor alumno de la clase. Un país política y económicamente estable, con pleno respeto al Estado de derecho, con un sostenido crecimiento que permitió reducir la pobreza desde un 40 a un 9%, integrado al mundo a través de una amplia red de acuerdos de libre comercio, abierto a la inversión extranjera, con muy baja deuda pública, sin grandes déficits fiscales y un Pib per cápita de más de 25 mil dólares. Las cosas comenzaron a cambiar a partir del estallido social que remeció a la sociedad chilena, en octubre de 2019. Las causas y consecuencias del modelo seguido por Chile, luego del golpe militar de 1973, se puede ver en mi artículo, en italiano.
El día después enfrentará a la sociedad chilena a una disyuntiva marcada por tres hechos de amplia trascendencia: en primer lugar, el estallido social que movilizó en una sola marcha a más de un millón de personas pidiendo un cambio profundo al modelo de liberalismo extremo y que derivó en un acuerdo por un plebiscito para determinar si se redacta una nueva Constitución. En segundo lugar, la pandemia del coronavirus, que puso fin a la movilización ciudadana iniciada en octubre y que no se había detenido, incluyendo la violencia de grupos radicales minoritarios. En tercer lugar, el acuerdo de todas las fuerzas políticas para el plebiscito, para una nueva Constitución, postergado para octubre próximo, y que hoy los sectores más conservadores de la derecha lo consideran una capitulación. Estos tres factores cambiaron completamente la agenda política del gobierno derechista, que encabeza Sebastián Piñera. En diciembre pasado el principal centro de pensamiento de la derecha chilena, el Centro de Estudios Públicos, CEP, que goza de amplio prestigio respecto a las dos encuestas anuales que efectúa sobre la situación política del país, otorgó al presidente Piñera un 6% de apoyo ciudadano. Un 70% de los entrevistados declaró haber participado en alguna marcha, un 67% indicó que aprueba una nueva Constitución, un 13% la rechaza y un 20% no sabe o no contesta. Las tres principales demandas expresadas por las personas encuestadas fueron pensiones, salud y educación.
Explicar el malestar existente en la sociedad chilena es un debate abierto. Las tres décadas de crecimiento económico se han basado en principios del individualismo y del mercado como proveedor de la educación, salud, pensiones, junto a la privatización de las principales empresas públicas y el agua. Ello generó un proceso de modernización capitalista acelerado, basado en la aplicación del liberalismo extremo que hizo crecer los salarios, el consumo y el crédito. La diferencia con lo ocurrido en Italia, entre los años 1952-1970 en términos de rápida expansión de la modernidad, radica en que en el caso italiano simultáneamente se pusieron las bases del Estado de bienestar, que moderó o amortiguó las contradicciones de la emigración del campo a la ciudad, del sur al norte, así como la salida de mano de obra a los países ricos de Europa. Nada de ello ocurrió en Chile. Y es ahí donde se anidan las bases del malestar. El modelo liberal extremo aplicado profundizó las desigualdades y la precariedad justamente en aquellas áreas que la encuesta que se mencionó señala como prioritarias: pensiones, salud y educación. Recién en 2003, bajo el gobierno del presidente Ricardo Lagos, se extendió la educación obligatoria a 12 años y con ello creció la demanda para ingresar a los estudios superiores. Para ello se exige la prueba de selección universitaria, que es muy exigente y favorece a quienes han egresado de colegios privados, que reciben mejor educación. Los puntajes más altos prefieren las universidades tradicionales, formadas por públicas y semiprivadas (católicas), que gozan de mayor prestigio y reciben fondos públicos. Antes ir a la universidad pública era gratuito y a la vez la selección de ingreso por mérito determinaba que obtener un título era para unos pocos, con ello se aseguraba cierta movilidad social. Hoy no es así. El surgimiento de la educación superior privada, en 1981, gatilló un crecimiento exponencial del número de estudiantes y universidades donde se paga y donde la banca hace jugosas ganancias al otorgar créditos universitarios con aval del Estado. Entre 2006 y 2018 se han entregado 7,6 mil millones de dólares a la banca en créditos para la educación superior a 870 mil estudiantes. Los morosos del sistema universitario alcanzaban el 2018 al 34,2% El 70% de los actuales estudiantes son primera generación en sus familias en acceder a la universidad y los mismos, uno de los principales focos del descontento social, como lo evidencia Carlos Peña, en su libro Pensar el malestar. Santiago de Chile, 2020 ¿Cómo un egresado devuelve el crédito si no encuentra trabajo? Lo graficaba una pancarta en una de las marchas: “5 años estudiando, 15 años pagando”. El crecimiento de las expectativas de ascenso se ha transformado en frustración de generaciones de egresados de universidades llamadas de papel, es decir, que solo otorgan un título que el mercado difícilmente reconoce. Similar situación encontramos en la salud, donde se consolidó un sistema privado muy eficiente, pero al cual accede solo un 14% de la población. El resto debe acudir al sistema público donde la espera resulta inevitable y donde el Estado, entonces, compra servicios para reducirlas, ofreciendo a las compañías privadas un negocio redondo. Lo mismo ocurre con el sistema privado de pensiones, obligatorio e impuesto en 1980 por la dictadura de Pinochet. Si bien este sistema ha permitido acumular miles y miles de millones de dólares al país, contribuyendo a la estabilidad de la economía, no sucede los mismo con las personas. El sueldo promedio en Chile alcanzaba, en 2018, a cerca de 650 euros. La pensión media, en marzo pasado, ascendía a 350 euros para las personas que han cotizado 20 años. Sucede que el sistema privado no protege ni cubre en los períodos de cesantía, por lo que esas lagunas laborales, que afectan a cientos de miles, reducen el monto a recibir. Pero, la explicación es más profunda. El sistema privilegia a quienes tienen capacidad de ahorro, para aumentar el fondo de retiro. El informe de Cepal de 2017 señaló que el 50% de la población de Chile percibe solo 2,1% del PIB: el 10% de la población se lleva el 66,5% y el segmento más rico, es decir el 1%, percibe el 26,55 de la riqueza. Por tanto, para la gran mayoría el ahorro adicional no es posible.
América Latina y el Caribe siguen siendo la región más desigual del planeta, de acuerdo con los índices de Naciones Unidas. El índice Gini, que mide la desigualdad de ingresos, ha mejorado en Chile, pero el país no escapa a la realidad de la región. La sociedad chilena históricamente se ha estructurado sobre la base de la desigualdad, casi como si fuera algo natural. La irrupción del rápido proceso de modernización, junto al crecimiento económico acelerado, produjo el aumento del ingreso e impulsó la expansión del consumo. Y con ello, del crédito. De acuerdo con el informe del Banco Central de Chile de julio de 2019, la deuda de las familias alcanzó un máximo histórico ascendiendo al 73,5% del ingreso disponible. Junto al pago de hipotecas por viviendas y consumo, está también el de universidades y centros de estudios superiores. Podemos sumar la colusión de las grandes empresas en la fijación de precios de productos de primera necesidad o el financiamiento ilegal de la política por parte de algunos de los principales grupos económicos, todos ellos probados ante la justicia. Sin embargo, los responsables recibieron castigos menores. No es extraño entonces que la misma masividad de la educación, que ha contribuido a formar mejores ciudadanos, ayude a explicar la profundidad del estallido social de octubre pasado. Si bien la inmensa mayoría de los jóvenes de hoy viven mejor que sus padres y abuelos, se encuentra en un estado permanente de frustración al no poder ascender en la pirámide social y ver que la élite de siempre se sigue reproduciendo. Las promesas de valorar el esfuerzo personal y el mérito han caído en el vacío. No pueden asegurar una buena salud ni educación y el miedo a la jubilación es grande al ver lo que reciben sus progenitores. Es más, existe el temor a caer en la pobreza, volver a la marginalidad. Por ello se rebelan al no aceptar la discriminación ni la exclusión social del actual sistema. Como muy bien lo señala Carlos Peña, citando a Tocqueville, “el yugo se hace más intolerable cuando es más liviano.”
La derecha tradicional chilena, profundamente conservadora, controladora de las finanzas y los grandes medios de difusión, ha comenzado a expresar su temor a una nueva Constitución. Se invoca la crisis económica que se acentuará, producto de la pandemia y otros argumentos que crecerán para pedir postergar, sine die, el plebiscito de octubre próximo, o derechamente cancelarlo. Perciben que el día después la sociedad chilena habrá sido aún más sensibilizada con la importancia de la salud pública, en primer lugar. Es decir, se les aparece en el horizonte su mayor fantasma: el fin del Estado subsidiario en una nueva Constitución. La gente votará por un cambio, especialmente cuando todas las demandas sociales han salido a la luz y desnudado la fragilidad de un Estado que se ubica lejos de la gente. La tarea es ahora de la actual oposición democrática, carente de líderes carismáticos a la fecha, para encauzar el malestar social y conducir un proceso para que el país, aprovechando la experiencia y riqueza acumulada, avance hacia un Estado de Bienestar que garantice los derechos básicos, como educación gratuita y de calidad, acceso igualitario a la salud, vivienda, pensiones y un modelo de desarrollo sustentable, que privilegie a las personas y al medio ambiente, y no la ganancia de unos pocos.