Chile: ¿estamos ante un despertar real?
El Chile de inicios del siglo XXI, seguía siendo una nación poco integrada en el concierto internacional, al menos en cuanto a inmigración se refiere. Según cifras de la ACNUR, este país austral tenía la menor tasa de inmigrantes y refugiados en la región. En su mayoría, provenían de países vecinos (Argentina, Perú y Bolivia), a excepción de los inmigrantes ecuatorianos y colombianos, que representaban una importante proporción para entonces.
Parte de mi vivencia en Chile, respondía a mi rol como científico social, enviado por la Universidad Simón Bolívar de Venezuela y gracias al auspicio de la Universidad de Kassel y la Agencia de Cooperación Alemana, a fin de realizar una pasantía doctoral en la Universidad de Concepción. Me centré en observar el impacto de las políticas agroalimentarias sobre el medio rural e indígena.
Antes de vivir en Chile, me percaté que llegaban buenas noticias de su crecimiento económico, su orden social y la buena estructuración y codificación de sus normas, en especial de las políticas públicas. Traía conmigo anotaciones de cosas buenas que estudiar y emular; todo estaba bien en Chile, según los medios internacionales, en apariencia nada que criticar. Esto lo podemos evidenciar hoy en diversas obras, entre ellas, “Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009), historia de su economía política”, de Javier Rodríguez-Weber (publicado por LOM ediciones en 2018).
Los seminarios ofrecidos en el año 2009 por el doctor Bernardo Castro en el postgrado de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Concepción, me proporcionaron una información comprensiva sobre el desarrollo local. Aparte, la información derivada de los organismos visitados, como el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), el Instituto de Investigaciones Agropecuarias (INIA), la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) y sus respectivos portales en línea, me daban señales de la consistencia y cobertura de las políticas agroalimentarias. Ese fue mi punto de partida teórico.
Durante las primeras semanas, me sentí vigilado, tuve la percepción de estar en medio de un comportamiento social muy controlado. Fue una sensación extraña al caminar, observar y hacer entrevistas, para después sentarme en alguna plaza a escribir y continuar observando. Hasta ese momento, Chile no tenía casi extranjeros (representaban cerca del 1% de la población nacional, según el Instituto Nacional de Estadística - INE), la oleada migratoria proveniente de Haití, a partir del terremoto sucedido en este país caribeño a inicios del 2010 y gracias a los programas de ayuda que Chile brindó para ello, apenas se estaba iniciando.
Por su parte, la llegada de centenares de miles de venezolanos que, según datos del INE, en 2019 pasaron a ser el principal grupo de inmigrantes, sucedió casi una década después de mi estadía en el país de Neruda. Actualmente, la población extranjera representa casi el 7% del total de la población chilena. Si bien todavía es un país con pocos inmigrantes, el crecimiento de la proporción de estos en la segunda década de este siglo ha sido desbordante para algunas instituciones. Al respecto, recomiendo el libro “Inmigración en Chile, una mirada multidimensional”, compilado y editado en 2019 por Isabel Aninat y Rodrigo Vergara.
Volvamos al Chile de inicios de siglo. Tuve que contrastar el "milagro chileno" en campo. Puse en práctica una ruta de trazabilidad de ciertas variables teóricas y de las "impresionantes" cifras oficiales. Algo no andaba bien en medio de tanta fortuna institucional y macroeconómica. La idea de residenciarme en los lugares más humildes y conectarme con la gente de a pie, no sólo fue necesario para conocer el Chile genuino, sino que fue la mejor decisión.
Al ubicarme en la ruta de trazabilidad de las políticas agroalimentarias, las sorpresas comenzaron a aparecer. Visité campos y mercados populares. Fui también a pequeños aserraderos y plantaciones forestales. Al conocer unos pocos lugares, los otros fueron apareciendo, hasta que me dediqué por un buen tiempo a observar y preguntar y, en ratos libres, transcribía mis observaciones.
El milagro macroeconómico fue desdibujándose. Al igual que sucede en otros países, el PIB per cápita poco coincidía con la realidad microeconómica a nivel de hogares y pequeños productores del campo. En ausencia de un integrador estadístico que agrupe y genere índices mesoeconómicos que respondan a su vez a la realidad de los hogares, lo más fácil o conveniente para los gobiernos es inferir deductivamente (a partir de los índices macroeconómicos), la situación específica de bienestar social de los hogares. Nada más lejos de la realidad, lo cual nos lleva a invitar a los técnicos de la CEPAL a vivir un tiempo en campos y sectores populares antes de formular y recomendar distintas medidas de intervención para el desarrollo de nuestras naciones.
Suelos fértiles y cultivos con fines alimenticios fueron sustituidos por viñedos y plantaciones forestales. Algunos decían que "eso genera buenos empleos y empuja la economía chilena". Creí, al contrario, que empujaría la economía chilena hacia una implosión socioeconómica que no tardaría muchos años en llegar, dije una década antes de la explosión social de finales del 2019. Esto recuerda algunas críticas que la profesora Diane Coyle hace en su libro “GDP: A Brief but Affectionate History” (publicado por Princenton University Press en 2014), con respecto al PIB como indicador de desarrollo.
Presentí que, si llegase a colapsar la agricultura de base, los chilenos comprenderán de manera dramática que la madera o la pulpa de papel no se pueden comer, traerán del extranjero cada vez más productos alimenticios y esto ocasionará serios problemas a su economía y sociedad. Identifiqué esto como un factor que pudiese tejer una plataforma de sociedad realmente frágil, a pesar del “milagro macroeconómico” antes citado.
En los pueblos que he visitado en Europa y en los que he vivido en Italia, país donde vivo, observo que la gran agricultura y lo viñedos, por ejemplo, están conformados por conglomerados de pequeños o muy pequeños productores, a diferencia de lo que observé en Chile. Adicionalmente, en Europa se les da un alto valor agregado a las materias primas, sean éstas nacionales o importadas. En cambio, uno de los problemas que viven nuestros países latinoamericanos es que no se les da (en promedio) el mismo valor agregado a las materias primas locales (en Chile, el cobre y la madera). Los clusters o ecosistemas locales que agregan valor, representan un enorme generador de empleos, donde muchos de ellos son emprendimientos familiares y el beneficio queda en casa y, por lo general, recircula en la comunidad. Esto es sembrar o arraigar el PIB local. Estos son temas recurrentes en obras de Eduardo Galeano, por ejemplo, “Las venas abiertas de América Latina”, editado por Siglo XXI en 1971, o bien (al otro lado del espectro político), “El cambio del poder” de Alvin Toffler, editado por Plaza & Janés en 1990.
Vi el "milagro" chileno sostenido sobre algunas aristas artificiales y que, tal vez, pronto colapsarían. Una de ellas, posiblemente la más importante, es el sistema educativo. Tuve experiencias cercanas de educación gratuita, de calidad y a todo nivel, para aquel momento, en Argentina, México y Venezuela, mientras que en la actualidad lo veo en Italia. Dicho esto, me era difícil comprender que el sistema educativo en Chile no parecía responder a una política de inclusión social masiva (esto es una apreciación personal) sino, por el contrario, parece un obstáculo a razón del elevado costo que representa para el estudiantado, en especial universitario.
Esto no está bien, decía yo, presagiando que, al derrumbarse este pilar o sector fundamental, algún día el reclamo a la sociedad política iba a ser demoledor. Conversaba con algunas de tantas familias endeudadas (hipotecadas), las que menos, por 12 a 15 años, para que sus hijos pudiesen ir a la universidad y romper el ciclo del subempleo y el empleo poco remunerado. Los testimonios eran pavorosos; padres con dos o tres empleos para poder pagar el crédito educativo, por lo cual podíamos ver a hijos que crecían sin la presencia de sus padres y estos últimos con mayor propensión a enfermedades y depresiones de todo tipo, desde ataques de histeria, violencia intrafamiliar e, incluso, suicidios.
Esto se repetía en otros sectores y servicios tan básicos como la salud o el control (privado) de las fuentes de agua potable. Literalmente es una explotación o aprovechamiento comercial del sistema de salud y los fondos de pensiones. En una sociedad en constante y creciente tensión, el requerimiento de servicios de salud (atención primaria, especializada y acceso a medicamentos) es o puede ser cada vez mayor. Acceder a estos servicios implica tener un considerable poder adquisitivo o una póliza de seguro con amplia cobertura, como también un fondo de pensiones disponible. Esto era ya insostenible.
Supe de personas que no pudieron heredar los ahorros de sus padres o cónyuges, también casos en los que el pensionado sólo pudo aprovechar, cuando mucho, el 80% de sus fondos ahorrados. Esto es, de nuevo, el estrangulamiento a una sociedad que no ve válvulas de escape en medio de la presión a la que es sometida.
Se dejó pasar tanto tiempo acumulando tal presión a lo interno de la sociedad chilena. ¿Por qué insistimos en la región, en asociar estas demandas a la polarización partidista? Es lamentable ver en muchos de nuestros países a líderes incapaces de unirse ante una discusión que, posiblemente, genere bienestar para todas las partes involucradas.
No son extrañas, entonces, las masivas manifestaciones sociales que se han dado en 2019, las cuales son, hasta ahora, las más grandes movilizaciones registradas en la historia de Chile, con exigencias de cambios profundos en la distribución de la riqueza nacional.
A este punto, veo ridículo pensar que los responsables de tal implosión son inmigrantes infiltrados en las marchas (han querido culpar a agentes cubanos y venezolanos). Eso equivale insultar la inteligencia de un pueblo que ha aguantado lo que pocas sociedades han soportado. Algunos han querido asociar este tipo de explosiones sociales al vandalismo de "La naranja mecánica" (1971) o el "Joker" (2019); digamos que es un poco más parecido (algunos elementos del análisis) a "La casa de papel" (2017).
Es como culpar a Stéphane Hessel (1997) y su libro "¡Indignaos!", de las movilizaciones en España del 2011. Qué ingenuidad o ganas de confundir, por parte de ciertos actores que no asumen responsabilidades, dejando en evidencia que el "hemisferio sur del Continente Americano" es "tan poco y tan mal conocido", como expresó Gabriela Mistral en 1945, al recibir el Nóbel de Literatura.
Esto no se trata del protagonismo de movimientos políticos, tampoco de lucha de clases. Lo que comenzó con el alzamiento estudiantil del 2006, seguido de un nuevo auge en la lucha del pueblo Mapuche por la recuperación de sus territorios ancestrales y otros derechos, en 2019 se ha generalizado en casi todos los sectores de la sociedad chilena. El bienestar social va más allá de los partidos, es la base que sustenta a una nación sana que profundiza su democracia.
Esperemos cese la violencia y las partes comprendan que, atendiendo los cambios profundos, todos ganan en este trance a un nuevo mundo más potable. Gracias Chile.